Eduardo Scheffler
Pequeña ficción tras 365 días de encierro

Esa semana todos colapsamos.
Después de 365 días de encierro sentíamos que no podíamos más. Atrapados en nuestro propio Groundhog Day (sí, el de la película con Bill Murray y Andy MacDowell) vivíamos una y otra vez la misma rutina, esforzándonos por hacer como si no pasara nada.
Pero en silencio gritábamos.
Darío, el más pequeño, comenzó a quejarse de un cansancio perpetuo. No importaba cuántas horas durmiera, sus ojeras eran cada vez más profundas. Por las mañanas, al tratar de despertar, emitía sonidos guturales que intentaban comunicar algo que en la vigilia no podía expresar.
Mi hija Marlene decía que ya no veía bien. Yo la observaba yendo al lavabo durante cada receso para limpiar una y otra vez sus lentes; estos lucían impecables. El problema estaba en su mirada agrietada por la luz de esa computadora convertida en el único corredor que podría conducirla al mundo en el que alguna vez habitó.
Mi esposa hablaba dormida. Supongo que murmuraba todo aquello que en verdad sentía. Cuando yo le preguntaba cómo estaba se mostraba siempre optimista y segura de que todo pasaría. Una noche me despertaron sus gritos. Soñaba con hogueras en las que teníamos que apilar a los muertos. A la mañana siguiente se negó a contarme su pesadilla, pero yo había escuchado lo suficiente.
A mí me dolía todo el cuerpo. Era como si las preocupaciones que había logrado erradicar de mi cabeza hubieran encontrado la manera de alojarse otra vez bajo mi cama.
La semana del colapso culminó un domingo. No recuerdo quién lo sugirió, pero ese atardecer decidimos no usar celulares, ni ordenadores, ni wifi, ni luz eléctrica. Al caer la noche encendimos una vela y cantamos juntos una y otra vez “Here Comes The Sun”. En algún momento nos quedamos dormidos.
Cuando llegó el nuevo día, el sol ya había salido.